Un día, se pasa de la infancia a la vida adulta.
Este día, se reconoce cuando uno se convierte en dueño de sus actos, cuando puede decidir por sí mismo, sin tener que referirse a los demás. Este día, se nos presentan dos opciones: continuar en la línea de lo que siempre hemos aprendido o zarpar y elegir no vivir completamente como todos los demás.
Ese día, decidí elegir la segunda opción.
Ese día, decidí informarme para comprender el curso de la vida, lo que implicaba que mi vida cambiara y tomara caminos alternativos.
Cuando sentí que mi vientre estaba habitado por un nuevo ser, quise darle la bienvenida en un estilo de vida lleno de sentido. Para comenzar este ambicioso proyecto, deseaba vivir mi parto siendo plenamente protagonista.
También, aproveché los nueve meses que se me concedieron para entender cómo no caer en la hipermedicalización. No quería que mi embarazo, aunque complicado, determinara mi parto y, independientemente de lo que pudieran preverme, deseaba que los primeros instantes de encuentro con mi hija estuvieran bañados por el conjunto de hormonas naturales que nos acompaña desde tiempos inmemoriales.
Durante nueve meses, leí con avidez todo lo que pudiera enseñarme a vivir un parto y, sobre todo, lo que me permitiera no obstaculizarlo.
Aprendí que la naturaleza estaba bien hecha y que los cambios hormonales estaban allí para asegurar las contracciones, soportar el dolor y permitir la expulsión.
Aprendí que era el bebé quien decidía cuándo salir y que él daba la señal de inicio.
Aprendía que el milagro podía ocurrir en la calma, la seguridad, la dulzura y la penumbra.
Aprendí que entrar en mi burbuja era primordial y que necesitaba rodearme de personas que la protegieran.
Aprendía lo suficiente como para empezar a liberarme del miedo y ganar confianza en la vida. Así, cuando llegó el momento, estaba lista para no sufrir; estaba lista para estar en el fondo de mí misma en todas las circunstancias; estaba lista para dar a luz y no para que me hicieran dar a luz.
Y los primeros instantes fueron mágicos, supervisados por la sabiduría de lo viviente en medio del mundo hospitalario. Mi hijo estaba en mis brazos y no debía dejarlos durante varios meses.
A ciegas, aún no preparada para ser madre – ¿pero acaso alguien lo está alguna vez? –, sentía que debía seguir llevando, mimando, amamantando a este ser más pequeño que yo, poseedor de una sabiduría que me parecía infinita. Aplicaba, sin darme cuenta, los principios del continuum...
Para completar este cuadro tan justo para mí, me pareció evidente que teníamos que comer lo que nos correspondía.
¿Por qué pasar tiempo elaborando recetas complejas y luego gastar energía en cocinarlas? ¿Era necesario para nuestra vida? Después de algunas investigaciones, comprendí que no era así, que la totalidad de las otras especies en la Tierra vivían sin ello y que la eliminación de los productos industriales, al menos, permitía una mejor salud.
Todavía estaba aprendiendo que nuestro organismo aún no se había adaptado a este modo de alimentación, que al final es tan reciente en nuestra vida.
También aprendí que la cocción no solo no nos servía, sino que a menudo nos perjudicaba.
Aprendí que la sabiduría de lo vivo existía aquí también y que podíamos confiar en nosotros mismos cuando los alimentos eran saludables, naturales, sin procesar.
Observaba y aprendía sin cesar de este pequeñín, tan cercano a su naturaleza profunda y a la vida que corría por sus venas.
No obstante, en muchos otros ámbitos, me cuestionaba...
¿Cómo vivía mi hija sus emociones? ¿Cómo podía ayudarla, a menudo avergonzada de las mías ?
Partí de nuevo en busca... ¿Era también aplicable la sabiduría de lo viviente en este caso ?
¡Una vez más, mis descubrimientos me alegraron! Nuestra naturaleza estaba tan bien hecha que cuando dejaba emerger una emoción, permitiéndole atravesar mi cuerpo como le parecía bien hacerlo, mientras la observaba desde lejos, sin identificarme con ella, entonces se transformaba. Ese momento de intensidad que vivía mi hija cuando ocurría un drama en su vida, tan rápidamente pasado cuando era plenamente acogido, también era la solución para mí.
Finalmente, observé que, en todos los ámbitos de la vida, era posible confiar en lo vivo, no buscar controlar ni imponer.
Ese día, cuando pasé de la infancia a la edad adulta, elegí la confianza y el anticonformismo, por el bien de la Vida.
De inmediato me quedó claro que quería compartir esta confianza y los conocimientos adquiridos en el camino de mi búsqueda. Es por eso que creé ReNaITS – Recuperar nuestra Naturaleza Interior, Terrestre y Sensible – que me permite ofrecer acompañamientos y transmitir esta sabiduría de lo vivo, rodeando con la dulzura que todos merecemos para encontrarnos a nosotros mismos y a nuestros hijos.